miércoles, 2 de mayo de 2012

La guerra contra el dolor

Los caminos del dolor son inescrutables; el grado de dolor que produce un estímulo dañino depende tanto del contexto como del propio estímulo. En el sillón del dentista, un soldado de élite puede estremecerse ante el más leve toque, aunque el dentista simplemente esté palpando una pieza dental sana. La expectativa de dolor favorece que se experimente. En el campo de batalla, este mismo soldado puede sufrir una terrible lesión y seguir combatiendo sin darse cuenta de que está herido. “El dolor no es una mera emoción alternativa al placer, sino que se trata de una sensación como la táctil, la visual o la olfativa, en la que el componente afectivo presente en todas las demás sensaciones está muy exagerado”, dice el doctor Carlos Belmonte, director del Instituto de Neurociencias, en la Universidad Miguel Hernández CSIC, en Elche. La función biológica de esta experiencia sensorial y emocional displacentera resulta evidente: aparece siempre que ha sido lesionado cualquier tejido y hace que el individuo reaccione eliminando o alejándose del estímulo doloroso. Sin duda alguna, el dolor garantiza nuestra supervivencia e integridad física: las personas con problemas neurológicos que les hacen insensibles al dolor se lesionan continuamente y mueren con facilidad. “Como experiencia compleja que es, el dolor posee diferentes dimensiones: una sensorial discriminativa, referida a la capacidad de distinguir las características del estímulo doloroso en el espacio y en el tiempo –localización, extensión, intensidad y duración–; una cognitiva evaluativa, referida a la percepción del estímulo y la comprensión de su significado; y una afectivo-emocional, que corresponde a los sentimientos de displacer que evoca el conocimiento de lo que ocurre y el deseo de evitar el daño”, explica el profesor Belmonte. Un entramado y exclusivo sistema neurológico se encarga de gestionar las señales dolorosas. Éstas son percibidas por los nociceptores –noci deriva del latín para herido–, unas terminaciones nerviosas especiales que transforman la agresión en impulsos nerviosos. Estos chivatos nerviosos aparecen distribuidos en las capas superficiales de la piel, así como en algunos tejidos internos, como el periostio, las paredes arteriales y las superficies articulares. Al igual que otros receptores sensoriales, los nociceptores nacen en los ganglios de las raíces dorsales o en el ganglio trigeminal –caso de los dolores en el rostro–, y envían una conexión axiónica –cable nervioso por el que se transmiten los impulsos eléctricos– hacia la periferia y otra hasta el interior de la médula espinal. Salvo excepciones, todos los impulsos nociceptivos son guiados por dos tipos de fibras: las mielíni-cas Ad, que conducen la información dolorosa a alta velocidad (20 m/s); y las amielínicas C, que envían los estímulos a velocidades por lo general inferiores a 2 m/s. La estimulación de las primeras origina un dolor punzante, intenso y bien definido, como el que produce una quemadura. Las fibras C, sin embargo, son responsables de una sensación dolorosa sorda, vaga y profunda que es bien conocida por quienes padecen dolores crónicos. Los científicos han descubierto que, tras producirse un daño en el organismo, aparece en la zona lesionada una caterva de sustancias que aumenta la capacidad de respuesta de los nociceptores. Esto se traduce en un fenómeno que se conoce como hiperalgesia: los estímulos que normalmente no producirían dolor son percibidos como dolorosos y las sensaciones que por lo común serían dolorosas lo son significativamente más. Entre los incitadores de los receptores se cuentan el potasio, las prostaglandinas y los leucotrienos liberados por las células dañadas, la bradicinina presente en el plasma sanguíneo y la histamina producida por los mastocitos –células que participan en los procesos inflamatorios–. Incluso, la actividad eléctrica en los propios nociceptores hace que las fibras nerviosas liberen sustancia P, también conocida por los neurólogos como el péptido del dolor. La señal dolorosa así gestada comienza su andadura hacia el cerebro. Como ya se ha mencionado, los axones de las células nerviosas nociceptivas entran en la médula espinal a través de las raíces dorsales y hacen contacto con una segunda neurona, que origina tres haces nerviosos ascendentes. Se trata del haz neoespinotalámico, que parece ser importante en la ubicación topográfica del dolor; el haz paleoespinotalámico, que juega un papel destacado en la evaluación cualitativa del estímulo doloroso; y el haz espinoreticulotalámico, que se le atribuye la gestión del componente afectivo del dolor. A través de éstas y otras vías paralelas, el impulso nociceptivo alcanza las estructuras cerebrales, en concreto el tálamo. Desde esta especie de torre de control, parten numerosas radiaciones nerviosas hacia la formación reticular ascendente, el hipotálamo, el sistema límbico y la corteza cerebral o córtex. “La existencia de todas estas proyecciones explica el aumento de la vigilancia, las reacciones neurovege-tativas y emocionales, la valoración cognitiva del dolor y las relaciones, decisiones y tomas de acciones para evitarlo”, comenta el doctor Jose Luís González de Rivera, director del Centro de Investigación Psicosomática, en Madrid. Y añade: “Precisamente, las conexiones de las vías del dolor con el sistema límbico y la corteza cerebral hacen que la experiencia dolorosa se vea influida por los valores éticos y culturales, el estado psíquico y las actitudes e interpretaciones personales.” Pero el circuito neurológico del dolor es mucho más complejo. Efectivamente, el impulso nociceptivo es susceptible de ser amplificado o atenuado al pasar por ciertos relés situados a lo largo de las vías nerviosas. Por ejemplo, los neurólogos han comprobado que en estos puntos críticos, como el asta dorsal de la médula espinal, el núcleo del rafe magno y la sustancia gris periacueductal, se concentran los receptores de opiáceos naturales: las encefalinas, las dinorfinas y las b-endorfinas. Estos péptidos provocan un estado de analgesia, sin alterar la actividad motora, probablemente a través de una vía inhibitoria descendente. En palabras del profesor Belmonte, “esta capacidad del propio sistema nervioso de cortar el paso de la información dolorosa en sentido ascendente es la base de fenómenos tan diversos como la ausencia de dolor en los momentos de riesgo vital, como la lucha y la huida; y en parte en la hipnosis y durante la acupuntura”. Pero no siempre el dolor cumple una función protectora. En ocasiones, se ensaña con el organismo y llega a convertirse en una terrible enfermedad crónica. Así les duele a él y a ella Mediante un amplio abanico de estratagemas –desde la morfina a los sistemas de neuroestimulación–, los médicos aseguran que pueden atajar los dolores mas sórdidos y rebeldes. Si es así, ¿por qué muchos pacientes se siguen retorciendo de dolor en los hospitales? Muchas madres están convencidas de que si el trance del parto hubiera recaído en los hombres, la especie humana habría desaparecido hace cientos de siglos. Los estereotipos acerca de cómo hombres y mujeres toleran el dolor están fuertemente arraigados en nuestra sociedad: las mujeres son más delicadas, pero resisten el parto; los hombres se muestran estoicos, pero tiemblan como un azogado en el sillón del dentista. ¿Es realmente el sexo femenino más resistente al dolor? Recientes investigaciones confirman que la mujer presenta un mayor riesgo de padecer patologías asociadas a dolores crónicos. Sin ir más lejos, las migrañas, la artritis y la fibromialgia –un síndrome que se caracteriza por molestias musculares– son enfermedades que se ceban en las féminas. Además, éstas experimentan una vivencia del dolor más intensa y angustiante, como evidencian los ensayos clínicos. La menor tolerancia femenina al dolor no es un asunto baladí, ya que tiene una importante repercusión en el manejo y el tratamiento de los procesos dolorosos, así como en el futuro desarrollo de analgésicos “a la carta”. Desde hace unas décadas, se sabe que ciertos fármacos contra el dolor actúan de forma diferente en uno y otro sexo. “Numerosos estudios confirman que las mujeres responden notablemente mejor que los hombres a los opiáceos kappa, medicamentos que guardan cierto parecido con la morfina”, dice el doctor Roger B. Fillingim, de la Universidad de Florida, en Gainesville. Algo parecido puede decirse de la hidrocodona, un derivado de la codeína que los médicos recetan a los varones en dosis más altas para combatir las molestias de la espalda. Adicionalmente, algunas investigaciones preliminares sugieren que la acción analgésica del ibuprofeno –un anti-inflamatorio no esteroideo (AINE)– es más potente en el hombre que en la mujer. En palabras del doctor Jeffrey Mogil, de la Universidad de Illinois en Urbana-Champagne (EE.UU), “el procesamiento neuronal del dolor y la analgesia es cualitativa y cuantitativamente diferente en los dos géneros”. Los científicos han propuesto numerosos mecanismos para explicar estos matices sexuales. “La percepción nociceptiva está influenciada por una serie de factores”, dice el doctor Fillingim. Y añade: “El dolor no es sólo lo que viaja a través de los nervios, sino que se trata de nuestra experiencia personal”. En este sentido, son determinantes los factores psicosociales, como la manera en que hombres y mujeres han de expresar el sufrimiento; por ejemplo, “llorar es de niñas”. Interaccionando con éstos, se cuentan los condicionantes biológicos que modulan la percepción dolorosa. En primera línea están las hormonas femeninas. Así es; las pruebas de laboratorio indican que la tolerancia femenina a los estímulos dolorosos fluctúa en relación con las fases del ciclo menstrual. Justo antes del periodo, el umbral del dolor cae en picado. La razón: los estrógenos actúan como excitantes y pueden amplificar la transmisión de señales nociceptivas en el sistema nervioso periférico, la espina dorsal y el cerebro. La progesterona, por su parte, muestra el efecto opuesto, ya que imprime una acción sedante sobre el sistema nervioso. Por ejemplo, en el tercer trimestre de embarazo, esta hormona alcanza unos niveles sanguíneos máximos que sumen a la futura mamá en un estado profundo de analgesia de cara al parto. “Fuera del periodo de gestación, la mujer se muestra normalmente menos resistente ante el dolor”, manifiesta Jon Levine, neurocientífico de la Universidad de California en San Francisco. Este investigador ha descubierto que las hormonas femeninas alteran las señales bioquímicas involucradas en los procesos inflamatorios y la reparación de los tejidos. Los estrógenos, por ejemplo, apagan la producción del péptido bradiquinina, un potente mediador inflamatorio que protege los tejidos lesionados. No hay que olvidar que el propio proceso inflamatorio aumenta la capacidad de respuesta de las terminaciones nociceptivas. Levine piensa que esta desventaja bioquímica guarda una estrecha relación con la eficacia terapéutica de los opiáceos en hombres y mujeres. Para la doctora Maria Adele Giamberardino, de la Universidad de Chieti, en Italia, la especial conexión nerviosa de los órganos internos en la mujer constituye otro factor fisiológico que pone en situación de desventaja a la mujer. Giamberardino cree que el modo en que hablan entre sí las vísceras femeninas puede hacer que el dolor causado por un órgano interno sea amplificado o amortiguado por las señales nociceptivas de otro. Al menos, esto es lo que sugiere la práctica clínica: la doctora italiana ha comprobado que las pacientes con cálculos renales experimentan un dolor de espalda más sórdido –provocado por las piedras en el tracto urinario– en los meses con reglas dolorosas. La tesis de Giamberardino es que los órganos reproductores de la mujer guardan unos estrechos vínculos nerviosos con otras vísceras, lo que explicaría por qué determinadas patologías crónicas se muestran más dolorosas en la mujer. Pero las heterogeneidades fisiológicas no acaban en las hormonas y el cableado nervioso vísceral. Como no podría ser de otra forma, el cerebro juega un papel protagonista en la experiencia nociceptiva. De esto sabe mucho el reumatólogo Anthony Jones, que investiga en su laboratorio de la Universidad de Manchester qué áreas de nuestro encéfalo son responsables de ciertas respuestas dolorosas. Con la ayuda de equipos de imagen médica, como la resonancia magnética funcional y la tomografía de emisión de positrones, Jones ha descubierto que el cerebro femenino es más propenso a procesar los estímulos dolorosos preferentemente en las áreas relacionadas con la atención y las emociones. Este investigador sugiere que las mujeres tienden a procesar los estímulos sensoriales de una manera más afectiva que los hombres y a combatir el dolor antes de que sea demasiado tarde.

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