miércoles, 2 de mayo de 2012

El corazón partido

Los psiquiatras explican por qué las emociones negativas –como las causadas por un desengaño amoroso– pueden provocar dolor físico. El recuerdo de un ser querido recientemente fallecido puede escindir en dos el corazón y la evocación de una mala experiencia desata automáticamente un retortijón de tripas. El hecho de pensar en un intervención quirúrgica vuelve a abrir la herida y la melancolía sume el alma en una agonía existencial. No cabe duda de que ciertas emociones llegan a causar dolores físicos insoportables. Estimaba Lord Byron (1788-1824) que “el recuerdo del gozo ya no es gozo; mientras que el recuerdo del dolor es todavía dolor.” La cita del poeta es suscrita hoy por la neurociencia: la experiencia dolorosa no siempre está ligada a una estimulación de los receptores nociceptivos. Cuando esto ocurre, psicólogos y psiquiatras hablan de dolor psicosomático. “El circuito neurológico del dolor es harto complejo, ya que cuenta con ramificaciones que están al servicio de otros cometidos biológicos diferentes a la experiencia sensorial, pero que interfieren en la percepción y la reacción del organismo ante un estímulo doloroso”, dice el catedrático de psiquiatría José Luis González de Rivera, director del Centro de Investigación Psicosomática, en Madrid. “Desde hace tiempo –añade– sabemos que es posible desatar un dolor sórdido mediante la estimulación eléctrica de áreas concretas del cerebro. El mismo efecto puede lograrse sin necesidad de echar mano de los electrodos, sino tan sólo de la memoria.” En efecto, dada la riqueza de asociaciones neuronales que impregna nuestro cerebro, una persona puede experimentar de nuevo un viejo dolor simplemente recordando la situación que lo causó. Esto es así porque tenemos una memoria sensorial, aparte de la cognitiva, o sea, la que concierne al mero almacenamiento y recuperación de datos. Pero uno y otro tipo de memoria están conectadas por la llamada corteza de asociación límbica, una especie de encrucijada neurológica que hace que un determinado dolor adquiera un significado emocional, y viceversa. “Las conexiones de las vías del dolor con el sistema límbico –un anillo de estructuras cerebrales interrelacionas que regula las emociones– y la corteza de los hemisferios cerebrales hacen que la experiencia dolorosa se vea influenciada por el carácter de la persona, los valores éticos y culturales, el grado de activación psíquica, y las actitudes y valoraciones personales”, dice el doctor González de Rivera. En este sentido, un valor que influye en la percepción nociceptiva es el compromiso que el individuo adquiere con lo que lo desata. “Esto explica, por ejemplo, por qué las mujeres que desean tener un hijo aguantan mejor el momento del parto que las parturientas que tienen otra versión muy distinta de la maternidad”, comenta el doctor González de Rivera. Es la dimensión psicógena del dolor; salvo excepciones, cualquier pensamiento lleva asociada una emoción y ésta suele venir acompañada de una sensación física. Por ello, las rupturas amorosas provocan un dolor punzante en el corazón parecido al infarto. Ese tipo de asociaciones mente–cerebro queda impreso en nuestros circuitos neuronales. “Por norma acostumbramos a expresar los recuerdos con palabras, pero no siempre es así. Hace poco atendí a una paciente con un dolor severo en la espalda que los médicos no acertaban a diagnosticar. Cuando en un momento de la entrevista pregunté por el marido, la mujer se incorporó como impulsada por un resorte y gritó ¡Ay!, a la vez se llevaba la mano a la espalda. La conflictiva relación con el cónyuge era codificada por la paciente en forma de un dolor en la región lumbar”, explica el doctor González de Rivera. En palabras de este psiquiatra, hay gente psicológicamente sofisticada que, ante una situación como la descrita, se percata de que se trata de una falsa codificación y que la manera de resolver el conflicto es a través de su expresión verbal. “Ciertas personas, sin embargo, encuentran en el sufrimiento psicofísico la única manera de procesar y referir los conflictos psicológicos”, señala González de Rivera. Esta indeseable situación se agrava cuando se alteran determinados estados emocionales básicos. La depresión se antoja como un claro ejemplo.
Una niña llora ante el cadáver de una de las 15 víctimas provocadas por la explosión de una mina casera colocada en Tuy Homa por el Viet Cong, durante la guerra de Vietnam. Las experiencias psíquicas desagradables e impactantes pueden provocar dolor corporal. “No cabe duda de que el estado afectivo es un condicionante de la expresión dolorosa, siendo ésta más intensa cuando se acompaña de un síndrome de depresivo”, dice el psiquiatra. La melancolía y el dolor coexisten con frecuencia en la práctica médica. En palabras del doctor Juan Medrano, del Hospital Psiquiátrico de Álava, en Vitoria, “en personas con cuadros dolorosos crónicos es frecuente encontrar síndromes depresivos en un porcentaje muy variable y dispar de enfermos que oscila entre el 7 y el 100 por 100.” A su vez, el dolor es un síntoma común en las depresiones. Algunos autores estiman que entre el 33 y el 64 por 100 de los deprimidos muestran cuadros dolorosos. “En los estados melancólicos, los mecanismos de compensación del dolor aparecen perturbados. Éste es el caso del sistema de endorfinas, grupo de opiáceos naturales fabricados por el cerebro”, dice el doctor González de Rivera. Recientes investigaciones apuntan que los cerebros deprimidos presentan, por decirlo de una forma sencilla, una mayor dificultad para procesar la información sensorial a nivel del sistema nervioso central. Esta situación conlleva una mayor tendencia a efectuar codificaciones mentales pobres y primitivas, que se traducen en dolores psicógenos. “Cuando se trata el estado depresivo, mejora de forma inespecífica el funcionamiento del cerebro y, por tanto, desaparecen o se atenúan las codificaciones dolorosas de tipo psicosomático”, comenta este psiquiatra.

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